Se avecina, según creen los analistas, un fuerte ajuste fiscal que aún puede provocar mayores índices de pobreza sin importar los resultados del balotaje.
Acabo de recordar una anécdota de mi adolescencia, un periodo que transcurrió entre 1995 y 2001 en un barrio empobrecido de la ciudad de Córdoba, Argentina. Por aquel entonces, nuestra madre se las ingeniaba para comprar las frutas y verduras que se consiguen hoy, en cantidades más moderadas, por un precio promedio de 10 mil pesos.
Don Armando pasaba los jueves al mediodía por la puerta de casa y llenaba un amplio cajón de plástico con productos verdes que le habían quedado por esa hora en las canastas de mimbre, ubicadas en un carro de metal con dos ruedas de bicicleta.
Lo que obtenía nuestra familia era la verdura y la fruta que sobraba de la venta diaria, o semanal, vaya a saber, como un gesto solidario de parte del verdulero. Había que guardar todo en la heladera, eso sí, porque el producto se descomponía al cabo de unos pocos días.
A cambio, nosotros dábamos 3 pesos y un vaso de vino tinto de damajuana, con un chorrito de soda y tres o cuatro hielos. Esto iba acompañado de un sándwich, de fiambre y queso económicos, que el verdulero comía mientras despachaba el cajón.
Sin esos gestos de solidaridad, con mis hermanos no hubiésemos comido variedad de frutas y verduras.
La solidaridad
Siempre fue un desafío el sostenimiento económico para nosotros, la gran mayoría de los argentinos. Tal vez, ese esfuerzo arrastrado a lo largo de años nos produjo el hartazgo que sentimos actualmente.
Los candidatos también lo creen así.
Cada vez que hablan nos quieren convencer de que tienen la receta para este dolor que padecemos. Tal vez la tengan.
Lo cierto es que, candidatos al margen, a nuestro alrededor no sólo abunda la estrechez económica, sino también la hermandad.
Muy pocas personas tienen una postura ajena a la realidad que vivimos los demás. Y si aparece alguno, no hace gala de su actitud. En el mundo se reconoce a los argentinos por este atributo.
Esto ocurre a pesar de que desaparecieron los clubes sociales; el espacio público se fue despoblando; alrededor de la mesa, primero la televisión y ahora también los celulares, ganaron la pulseada a las charlas diarias; se vaciaron o se cerraron las fábricas. El múltiple empleo nos tiene ocupadísimos en cumplir tareas obligatorias.
Pero si un club de fútbol está en bancarrota, millones de nosotros, sin importar nuestra filiación, aportamos dinero para salvarlo. Lo mismo ocurre, a escala menor, cuando nuestro vecino no tiene una taza de azúcar.
Los gobiernos
Entre los gobernantes hay pocos –por no decir ninguno– gestos de solidaridad. Sus promesas son sobre un mejor futuro económico, un país sin inseguridad y sin corrupción, sólo a expensas de que haya un vencedor y un vencido.
La anterior gestión de gobierno, encarnada por el expresidente Mauricio Macri, basó su campaña en el slogan “hambre cero” para Argentina, si él ganaba. El presidente en funciones, Alberto Fernández, nos prometió, si perdía su contrincante, que iba a “llenar las heladeras”.
En esos últimos ocho años, el gobierno de Macri dejó una pobreza del 40,8%, según el Observatorio Social de la Universidad Católica Argentina (UCA) y con Fernández la pobreza infantil alcanzó al 56,2% de los chicos menores de 14 años, en el primer semestre de 2023, de acuerdo al Instituto Nacional de Estadística y Censos de la República Argentina (Indec).
Con tanto hambre, no se pueden bajar los índices de inseguridad ni de corrupción.
Las elecciones
Cuando somos llamados nuevamente a las urnas, tal vez un poco angustiados por la urgencia de acabar con esta realidad hostil, nos peleamos. Los grupos de WhatsApp son un fiel testigo de cómo unos y otros familiares se van yendo porque no encontramos la forma de decir lo que sentimos sin agresiones.
Defendemos a los candidatos como si estuviésemos en una cancha de fútbol: no importa la barbaridad que hicieron en una jugada, o su largo historial negativo de goles sin hacer. Hay que aguantarlos, cueste lo que cueste. Por esto también somos reconocidos en el mundo.
Para colmo, como los candidatos del balotaje dan más dudas que seguridades, empiezan a fomentar ideas superiores, sobre la defensa de la libertad, de los derechos, de la democracia.
Entonces nos peleamos con más fuerza. Porque el que está al frente nuestro defiende a un corrupto, a un ladrón, a un fascista, a un dictador. A un monstruo peludo.
El día después del balotaje
El lunes, si los resultados del balotaje (que se prevén ajustados) nos dan un descanso, les propongo algo.
Dejemos de lado por un rato al chico que sufrió un ataque de nervios en un programa de radio cuando tenía que responder una pregunta; al candidato que amenaza con desconocer los acuerdos más mínimos de civilización; a los chicos de la Fábrica de Jingles que le dieron color a este tiempo aciago; al candidato que se cambió 100 veces de careta sin sufrir un solo reproche.
Será un tiempo difícil. Se avecina, según creen los analistas, un fuerte ajuste fiscal que aún puede provocar mayores índices de pobreza sin importar los resultados electorales.
Nos preparemos para seguir ensanchando las avenidas de la solidaridad que cimentamos a lo largo de la historia.
Y nos saquemos la camiseta, como se dice en el fútbol. Sin sentir que debemos una respuesta a nadie más que a nosotros, repasemos cuál de los candidatos que elegimos en los últimos ocho años nos dieron lo que prometieron.
Tal vez sea tiempo, entonces, de pensar en hermandad la forma de aceitar los resortes resquebrajados de una democracia que, apreciable, debe servir para que los representantes cumplan las promesas electorales. O que vengan los próximos, sin tantos triunfalismos, a cumplir con lo que prometen.
El dicho dice.Malo conocido que bueno por conocer. Yo creo que prefiero conocer y no seguir con lo malo sino le quitó futuro a mis nietos y bisnietos. Los cambios quizás asusten pero deben llegar.